Una nueva metáfora social

Hay un hecho del que ninguno puede escapar. Todos vivimos en burbujas más o menos impenetrables definidas por cosas tan diversas como el barrio en que nacimos, el carácter y la educación de nuestros padres, nuestro grupo de amigos, la religión de la infancia, colegios, universidades y ciudades en que hemos vivido.

Por otro lado, una característica de la madurez -que contrarresta las limitaciones de vivir en nuestras burbujas-, es tomar consciencia de ese límite y de forma explícita y decidida tratar de entender qué pasa afuera de ellas. De la misma forma como enfrentamos un viaje al extranjero (no a un resort, por cierto), va a ocurrir que quizás nos sorprendamos por cómo es posible que cerca nuestro haya personas cuyas formas de entender y vivir la vida nos pueden llegar a chocar.

La imaginación condiciona nuestra percepción

Nos hemos acostumbrado además a pensar la sociedad como una pirámide. Metáfora que asume una verticalidad monolítica y que más o menos nos ubica en cierta posición según la cantidad de gente que comparte determinadas métricas con nosotros (básicamente ingreso, actividad económica y acceso a bienes), definiendo a partir de ello valoraciones que, dada la solidez de la metáfora, termina asignando juicios positivos o negativos en función de la posición que ocuparíamos en dicha metáfora.

Lamentablemente, las metáforas son simplificaciones que acaban descartando otros significados que harían más rica nuestra visión de las cosas. Pensemos lo siguiente: ¿cuántas veces en nuestras consideraciones sobre marcas, productos y servicios hablamos de la “base de la pirámide”? y de esas veces ¿qué imágenes acompañan a nuestra imaginación sobre quiénes son y qué hace esa “base de pirámide”? o al revés ¿por qué asignamos el tope de pirámide a un “high-end-consumer”?

Es cierto que el lenguaje condiciona en parte nuestra realidad y nos sitúa, queramos o no, en una posición que valora más o menos una cosa u otra (y así, arriba es mejor que abajo, como lo claro es mejor que lo oscuro). Sin embargo, como ya mencioné si queremos superar o al menos intentar ser imparciales (ya que no objetivos), con la realidad compleja y amplia que define una sociedad, merece la pena que repensemos esta metáfora, o bien que acotemos muy bien su alcance y profundidad antes de usarla.

Un nosotros por encima de las formas

Vivimos un momento histórico único y desafiante, en que los dogmas políticos-económicos que hasta hoy han definido el destino de las naciones son cuestionados desde muchos frentes, frentes que se forman, desarrollan y maduran desde burbujas sin comunicación entre ellas. Paradojalmente, en esta era de comunicación global casi instantánea, en lugar de compartir una misma realidad hemos visto aparecer casi en un incremento geométrico nuevas burbujas cuyas demandas se cruzan viralmente durante un tiempo y luego se agrupan con otras, de maneras diversas y contingentes según el contexto, sin llegar a configurar instancias permanentes ni organizarse de modo fácil de entender. La base, la mitad y la punta de la pirámide burbujean incesantemente, tan  veloces e inestables como la imagen del sol que hace poco captó el observatorio Daniel K. Inouye.

La primera imagen publicada del Sol del Telescopio Solar Daniel K. Inouye es la imagen de mayor resolución de nuestra estrella hasta la fecha. (Crédito de la imagen: NSO / NSF / AURA)

Ante ese escenario ¿con qué legitimidad podemos atribuirnos una realidad común con nuestros vecinos, compatriotas o conciudadanos si es que no hacemos un esfuerzo consciente por asomarnos por encima de nuestros prejuicios, creencias y emociones heredadas?

Convengamos que la sociedad no es una pirámide, y que nuestra visión de ella va a depender de qué relaciones queremos hacer visibles, a veces la veremos como una máquina cuyas funciones, requieren inputs y outputs para entenderla y muchas otras la caracterizaremos como un organismo en que cada persona y grupo cumple una función necesaria y que retroalimenta a los demás, así como en ocasiones será un líquido que no se ajusta a ningún parámetro pero que se amolda a como deseamos contenerla; o como un texto a deconstruir, o un escenario en que protagonizamos roles determinados por un guión, o como un panóptico en que los individuos nos regulamos y controlamos mutuamente.

Sea cuál sea la imagen que tengamos de la sociedad, no podemos perder de vista que cualquiera de ellas nos recuerda que no vivimos aislados del resto, es decir, dependemos de otras personas en muchas formas aunque estas personas estén fuera de nuestra burbuja, como el dedo chico de mi pie izquierdo dentro de mis zapatos está lejos de las pestañas de mi ojo derecho, o como la persona que instala la luz en un teatro puede estar lejos del dramaturgo que escribirá el éxito teatral de los próximos años. Pero si aceptamos su rol, importancia y por sobre todo su dignidad, e intentamos entender su lugar en esta historia complicada que nos toca compartir (en que democracia, medio ambiente, recursos naturales, derechos humanos, jurídicos y de propiedad son cuestionados) es mucho más posible que no acabemos lanzándonos a un combate en que ya no haya un futuro común que construir ni para el faraón ni para el esclavo de la pirámide.

 

Álvaro Javier Magaña